La cuestión es
vencernos, es decir, salir de nosotros mismos, y eso no podemos hacerlo sin la
asistencia del Espíritu Santo. Por eso, viene a nosotros en la hora de nuestro
bautismo, para ayudarnos a vencer la esclavitud del pecado y liberarnos de
nuestras cadenas.
Mi vida me va
descubriendo que todo está en tus manos, Señor. Por mucho que quiera agarrarme
a la seguridad de este mundo, mi experiencia me va hablando y descubriendo que
sólo en Ti, mi Señor, descansa mi seguridad, mis afanes y mis esperanzas.
Esa será nuestra
lucha de cada día. Vencer nuestras pasiones; nuestros egos; nuestras
debilidades; nuestra soberbia; nuestra envidia; nuestro afán de poder, de
riqueza, de satisfacción, de comodidad, de … etc. Vencernos y salir de nosotros
mismos para, liberados del pecado, servir a Dios amando como Él nos ama.
Simón da la clave,
porque todo empieza desde que tú te reconoces pecador. Cuando eres capaz de dar
ese paso, la Gracia de Dios favorece tu conversión y tu corazón, por la acción
del Espíritu Santo, empieza a transformarse.
Y es que, al
reconocerte pecador, también te reconoces perdonado por la Infinita
Misericordia de Dios. Luego, ¿cómo yo no voy a perdonar a otros? Y nace en ti
el deseo de misericordia y fraternidad. Se hace la paz, y el mundo mejora.
Por lo tanto, comprendemos la necesidad de reconocernos pecadores y, en consecuencia, limpiarnos en el Sacramento de la reconciliación. Es ahí donde empieza el camino.
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