Es evidente que el
Señor quiere limpiarnos. No en vano ha venido para eso, para liberarnos del
pecado. Ahora, primero tiene que encontrar a los pecadores, a los esclavizados
por el pecado, a los que sufren y, con el permiso de ellos, limpiarlos y
salvarlos.
Señor, sabes mis
intenciones y conoces todos mis secretos hasta los más profundo de mi corazón.
Y, a pesar de mis fallos, incoherencias, falsedades, apariencias y pecados, Tú
sigues ahí, con tus brazo abiertos y tu misericordia ofrecida sin condiciones. ¡No
dejes, Señor, que me aparte de Ti!
Y eso, porque el
Señor ha querido que así sea, nos corresponde a cada uno de nosotros. Eres tú –
también yo – los que tenemos que dar el paso y ponernos delante del Señor, y
pedirle, como ese leproso, para que, si Él así lo dispone, limpiarnos. Y eso
exige de nuestra parte, humildad, reconocimiento de nuestras lepras – pecados –
y dolor de contrición.
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