La mentira es la
madre del pecado, porque cuando nos atrevemos a mentir adulteramos la realidad
y engañamos al prójimo. Escondemos la verdad y cometemos un pecado. Aquella
mujer, adultera iba a ser dilapidada, según la ley, por muchos mentirosos.
Quizás ayudaste al
Señor por obligación. Si lo hubieses sabido no te habrías acercado. Pero, mira,
lo verdaderamente importante es que, sin saber por qué, ayudaste al Señor.
Estuviste cerca de Él, y con tu esfuerzo le ayudaste a subir al Calvario.
También yo, Señor, quiero sentirme obligado a estar a tu lado, y con mi humilde
esfuerzo, acompañarte hasta el Calvario.
Cuando nos miramos
con seriedad interiormente, nos avergonzamos de nuestras mentiras y, por
supuesto, pecados. Eso fue lo que sucedió en aquel lugar y momento, ante
aquellos que se disponían a dilapidar a aquella mujer adultera. La bondadosa y
tierna mirada de Jesús indujo a aquellos hombres a mirarse en conciencia y a
verse pecadores.
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