Es evidente que amar a los que te aman no
tiene mucho mérito. De alguna manera estás haciendo lo que te interesa. Das y
recibes, amas y eres amado. El problema empieza cuando experimentas que tienes
que amar a aquel que te es antipático y, encima, te ofende.
Mi camino, Señor, sin Ti se oscurece. Y lo
hace hasta tal punto que mi vida pierde todo su sentido y se precita al abismo.
Señor, dama la luz que necesito para salir de la oscuridad de mi pecado y
alumbrar mi camino en la esperanza de tu Infinito Amor Misericordioso.
Sabes, eso será el primer paso, que si vas por tu propia cuenta, caerás en la trampa. Nuestra naturaleza humana no puede asumir amar al que te ofende y quiere tu perdición. Nos lo prohíbe el pecado con el que nacemos. Nos liberamos de él al bautizarnos, pero volverá, y sólo unido al Señor, y auxiliados por el Espíritu Santo, podemos llegar a amar como nos ama el Señor.
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