El niño endurece su corazón
en la medida que se hace adulto y, en el camino, va dejando toda su inocencia,
toda su sencillez y humildad. Se hace soberbio y sabio y discute todo aquello
que no le satisface o no entiende. Ha perdido esa confianza en aquel que le
habla en verdad y le muestra cariño y justicia.
No se trata de abrirse a
cualquier palabra, ni de entregarse al primero que trata de seducirte con artimañas
y falsas promesas. Se trata de tener bien abierto los ojos, pero sin perder la
sencillez, la humildad y la apertura a todo aquello que se apoya en la verdad y
en la justicia.
Se trata de conservar un corazón puro, confiado y
humilde en escuchar la Palabra de Dios. Una Palabra que te libera, que te
acaricia, que te habla en verdad y justicia y que busca tu bien y tu salvación
eterna. Una palabra que entra sólo en la casa de los humildes y sencillos.
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