No cabe ninguna duda que sin
el concurso del Espíritu Santo el mundo nos engulle. Su fuerza seductora, sus
ofertas de bienestar, comodidades y apetencias son las que palpitan dentro de
nuestra naturaleza humana, y nos atraen y seducen egoístamente. Somos débiles y
proclives a caer.
Posiblemente, el Señor,
conociéndonos y sabiendo de nuestra débil naturaleza nos ha dejado la puerta de
la penitencia, para no permanecer caídos ni derrotados, sino para levantarnos y
empezar de nuevo. Unidos a Él venceremos. Esa es la promesa y la razón de la
presencia del Espíritu Santo. En Él seremos invencibles.
De no ser así sería un engaño y un contrasentido. Dios
no puede engañarse ni engañarnos. Su Palabra es veraz y siempre se cumple. Y dentro
de nuestros corazones está grabada nuestra máxima aspiración: Felicidad y Vida Eterna. Ese es nuestro destino y para eso nuestro Padre Dios ha enviado a su
Hijo al mundo.
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