De alguna manera, Jesús
nos muestra que es uno de nosotros. Tiene su origen humano, su pasado y su
historia. No está exento de antepasados de honores, pero también de mezquindad
y pecado.
Señor, me desespero con
facilidad. Y vienen a mi mente quejas, insultos, culpables. Dame, Dios mío, la
paciencia que necesito para calmar mi alma y derramar amor y misericordia en
lugar de agravios y ofensas.
Jesús asume todo nuestro
pasado sin despreciar su fragilidad ni descartar su miseria; nos ofrece la
confianza segura de que en Él todo será salvado y consumado.
El arco de la promesa
abierto en Abrahán, hijo querido de Yahvé, alcanza su culminación en Jesús, el
predilecto del Padre.
Nuestro pasado no es un obstáculo para Dios, sino el lugar donde Él comienza a salvarnos.
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