Me han regalado la
vida, y vida eterna. Pero, ese regalo me exigirá ser árbol de buenos frutos.
¿Por qué?, pues, muy sencillo: porque los árboles que no den frutos o sus frutos
sean malos se cortan y se echan al fuego. Es lo lógico y de sentido común.
A veces me rebelo
contra mí mismo. No acepto mis frustraciones, ni mis fracasos. Quiero llegar a
todo, como me gustaría, pero experimento que no puedo. Tú, Señor, sabes de mis
capacidades y talentos, pero también de mis defectos y limitaciones. Enséñame a
aceptarlas, asumirlas y, sobre todo, a hacer tu Voluntad.
Estará, pues, en mis manos la capacidad para elegir dar buenos frutos, dar malos o no dar ninguno, ni buenos ni malos. A todos se nos ha dado esa capacidad, porque todos tenemos en lo más profundo de nuestro ser sembrada y plantada esa semilla de amor misericordioso. Esa es propiamente nuestra semejanza con nuestro Creador y Padre Dios. Ahora, sólo unido a Él podremos lograr dar frutos, y frutos buenos de amor y misericordia.
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