Nuestra
ceguera es tal que a veces no advertimos que nuestra vida está llamada a la
eternidad. La compasión y misericordia de nuestro Padre Dios, reflejada en la
vida de Jesús, su Hijo predilecto, nos llena de esperanza y alegría.
Madre,
intercede por nosotros para que sepamos amar con misericordia y soportar todos
los dolores que traten de impedirnos amar y seguir a tu Hijo, como Tú, Madre
del dolor, nos has enseñado.
La muerte no es el final: es el momento glorioso en que pasamos de esta vida finita a la vida eterna, en la presencia de nuestro Padre Dios. Una vida de gozo y plenitud que colma todas nuestras esperanzas.
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