La cuestión no es el pecado, sino descubrir que
podemos vencerlo y, mejor, borrarlo de nuestro corazón. Pero, más importante
aún es descubrir que Jesús, el Hijo de Dios Vivo, es quién tiene poder para
hacerlo.
Sin embargo, nuestra prepotencia, soberbia y
vanidad nos impide verlo. Y es más, nos eleva por encima de los demás, de tal
forma que los consideramos pecadores indignos de mezclarse con nosotros.
Sólo Jesús nos enseña, nos da fuerza y sabiduría
para, desde nuestro corazón, transformarnos en hijos agradecidos, arrepentidos y
humildes.
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