Nuestros pensamientos no son
como los del Señor. Los criterios del mundo son del mundo. Un mundo que busca
la felicidad en la sensualidad y en las apetencias corporales. Un mundo
hedonista que busca satisfacer su egoísmo en y con las cosas que les ofrece
este mundo. Un mundo caduco.
Y como caduco, todo en él
desaparecerá. Nada se sostiene y todo lo que se evapora, deja un vacío de
infelicidad y de muerte. En este mundo, sabemos por experiencia, que no se
encuentra la felicidad. No la han encontrado nuestros abuelos, ni tampoco
nuestros padres. Es posible que haya una felicidad temporal, pero nunca plena y
gozosa eternamente. Sin embargo, increpamos al Señor cuando nuestro camino se
tuerce y nos negamos a cargar con nuestras cruces.
Y esa es la felicidad que todos buscamos. Una
felicidad que nos llena de paz, de gozo y de eternidad. Una felicidad que es
plena y que goza eternamente de la presencia de Dios. Una felicidad que no
podemos imaginar porque no está a nuestro alcance, y la que rechazamos
ignorantemente al querer discutir los que Dios nos propone, y al negarnos, también,
a cargar con nuestra cruz.
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