Posiblemente no nos demos cuenta de nuestra enfermedad.
Quizás no una enfermedad física, pero si espiritual. Una enfermedad que ataca
al alma y la amenaza gravemente. Y se presenta de muchas formas, casi sin
advertirla, pero gravemente amenazadoras hasta el punto de arrancarnos el alma.
El odio, la venganza, la desigualdad, la envidia, el rencor, y un largo etc.,
nos contaminan y nos matan.
Y nos impiden amar. La mayor lepra de nuestra vida es
aquella que nos impide amar y ser amado. Levanta murallas en nuestro corazón
que nos impide ver y nos ciega hasta el punto de destruirnos lentamente y trozo
a trozo. Y la falta e incapacidad de amar nos entristece, nos amarga, nos deja
vacíos y huecos. Necesitamos limpiar esa lepra que no nos deja amar.
Y sólo hay Uno que
pueda hacerlo, nuestro Señor Jesús. Él si quiere puede limpiarnos. Así se lo
suplicó aquel leproso y quedó limpio. También nosotros podemos suplicarle que
nos limpie y el Señor lo hará, porque ha venido para eso, para limpiarnos de
toda lepra y darnos la Vida Eterna. Se trata de creer en Él y pedírselo.
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