En muchas circunstancias de
nuestra vida los afectos, emociones y pasiones nos superan y las anteponemos al
amor a Dios. Y también nuestros intereses y bienes. Por eso, el Señor nos
advierte: El que ama a su padre o a su
madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que
a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno
de mí.
Es triste ver como rezamos y
rezamos novenas y rosarios y hacemos incluso muchos actos de piedad, pero, si
ante nuestros afectos e intereses, Dios no está primero, todo lo que hacemos no
nos vale para nada. Lo primero es amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente.
Y, continúa, al prójimo como
a ti mismo. Eso significa que Dios tiene que ser lo primero y el centro de tu
corazón, y ese amor tienes que volcarlo en tu prójimo. De eso se trata y es eso
lo que te dará la Vida Eterna. Lo demás si no sirve para vivir esta realidad en
tu propia vida se queda en nada.
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