Cuando crees en alguien, no vacilas en buscarle y corres
hacia él porque sabes que te soluciona tu problema. Te mueves y pones en acción
toda tu inteligencia para lograr tu propósito. En él pones todas tus esperanzas
y a él te aferras poniendo en juego todas tus fuerzas a pesar de los riegos que
puedas correr.
Y sucede todo lo contrario si tú fe no es lo
suficiente fuerte. No mueves un dedo y te resignas a tu suerte. Con Jesús
sucedía todo lo contrario, era asediado en todos los lugares por donde pasaba.
La gente se agolpaba a su alrededor y les rogaban que les curara. Conocían sus
milagros y acudían a Él pidiéndoles por su sanación.
Eso fue lo que hizo aquella mujer sirio-fenicia cuando
supo que Jesús pasaba por allí. Su fe la movió a buscar a Jesús y a rogarle que
expulsara al demonio de su hija. Su sorpresa fue cuando escuchó lo que le dijo
Jesús: «Espera que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar
el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella le respondió: «Sí,
Señor; que también los perritos comen bajo la mesa migajas de los niños».
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