Nuestros objetivos desde
pequeño son materiales. Queremos ser ricos, poderosos y tener muchos bienes.
Esas son nuestras aspiraciones y, aunque las disimulamos, en el fondo de
nuestros corazones aspiramos a ellas. Y, pronto, experimentamos que la vida se
nos vacía y pierde todo su sentido.
Es entonces cuando empezamos
a darnos cuenta que ese camino terrenal no es correcto y nos lleva a la
perdición. Experimentamos entonces que darnos a los demás, sobre todo a los más
débiles nos llena de gozo y felicidad. Sobre todo, si lo hacemos por y en
nombre de Jesús.
Y esa es nuestra mayor
grandeza, que no se encuentra en tener un puesto notable y relevante ni ser el
mayor entre los mayores. Es lo que estaban discutiendo los apóstoles a lo que
el Señor les respondió: «Si uno
quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos».
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