Preocupados en que los demás reconozcan nuestros méritos, nuestros actos de piedad y buenas obras. Pero, ocultamos nuestras equivocaciones, errores y fracasos. Aparentamos lucir lo bueno que somos y recogemos ya de antemano los aplausos como recompensa.
Estamos cegados por la oscuridad de nuestra avaricia y lucimiento. Heridos por el pecado, nuestra naturaleza humana se ve incapacitada para frenar ese deseo de aparentar y lucirnos ante los demás. Y, en lugar de amar lo que hacemos es amarnos a nosotros mismos.
Perdemos la mirada de nuestro Padre Dios y aceptamos el pago de los aplausos de este mundo cambiándolos por el aplauso de nuestro Padre Dios. Porque, perdemos el norte de nuestra vida y olvidamos que nuestro único público es Dios. Es Él el que nos interesa que nos vea, y Él ve en lo secreto y escondido.
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