Si nuestra
fe nos invita a amar, tal y como nos ama Jesús, nuestras relaciones tienen que
seguir ese mismo Espíritu que Él nos dio y transmitió con sus obras y palabras.
Desviarnos de esa intención sería traicionarnos a nosotros mismos y caer en la
apariencia hipócrita, esa que Jesús recriminó a los fariseos de su tiempo. La
fe no se demuestra con exigencias, sino con gestos de gratuidad.
Dame, Espíritu
Santo, la sabiduría de saber aceptarme y quererme como me quiere mi Padre Dios.
Y, en Ti, poder encontrar la fortaleza, la paciencia y la voluntad de amar, no
como a mí me gusta, sino como Tú, mi Señor Jesús, me amas y me has enseñado a
amar. Haz de mí, Espíritu Santo, instrumento de tu amor.
Nuestra
dignidad de persona no nos viene del derecho romano ni de ninguna ley humana,
nos viene por ser hijos de Dios. Y eso nos iguala a todos. De modo que nadie
está excluido del derecho a ser amado y acogido. Otra cosa son los compromisos
que se derivan de corresponder con la misma moneda. Porque nadie tiene el
derecho a coartar la libertad del otro, y menos imponer sus ideas.
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