Es cierto que nacemos vinculados por la
sangre a una familia determinada, pero nuestro camino está hermanado, no por la
sangre, sino por el amor misericordioso de Dios que nos une a todos.
Cuando me empeño, Señor, ser director de
mi vida, los tropiezos y errores salen a relucir. Mis debilidades quedan a
merced del mundo, demonio y carne. Solo contigo, Señor, puedo avanzar
libremente.
Nuestro destino está llamado a constituir una familia en la que no primen los lazos de sangre, sino los de la fraternidad abierta y del respeto a la paternidad divina.
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