El peligro de las riquezas no está en ellas mismas, sino en
la ambición que despiertan en nuestros corazones y en la debilidad con la que
las afrontamos. Quedamos sometidos a su poder hasta el punto de creernos que
con ellas estamos seguros y podemos alcanzar la felicidad.
Nuestra pobreza es tanta que perdemos la orientación y
pensamos que hemos alcanzado todo lo que necesitábamos para ser felices.
Pronto, la ruta de nuestra vida nos irá desencantando y haciéndonos ver el
tremendo error en el que estábamos. Quizás, para entonces, sea ya tarde.
Por eso, necesitamos
espabilar y descubrir que todo lo que la vida nos ofrezca desde el mundo es pan
para hoy, pero hambre para mañana. Nada destinado a terminar puede dar
felicidad. Puede confundirnos con espejismos puntuales y ocasionales, pero nada
más. Lo caduco está destinado a la basura. Sólo Dios permanece eternamente y es
en Él donde está toda nuestra esperanza y felicidad.
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