Hay momentos que, por nuestra naturaleza humana, herida por
el pecado, no tenemos ojos sino para mirar al mundo y a su éxito. Queremos
ocupar los primeros puestos y ser reconocidos con honores y privilegios.
Cerramos nuestros oídos a todo lo que no sea trepar y subir hacia arriba a los
puestos importantes.
Tan distraídos y ocupados estamos que perdemos el norte y
nuestro destino final. Jesús, que sabe de nuestras debilidades y pecados, nos
interpela y nos aclara que el éxito de la vida no está en lograr puestos de
relevancia ni honores de privilegios. No es el poder y las riquezas lo que te
va a dar la felicidad ni el gozo. Todo eso de aquí abajo se pierde.
El secreto está en
parecernos a Jesús. Él es nuestro modelo y nuestra referencia. Parecernos a Él
nos dará eso que buscamos, el gozo y la felicidad eterna. Y ese parecido
consiste en buscar ser servidores de los demás, sobre todo de los más pobres,
pequeños e indefensos, como es el caso de los niños. Ellos son los últimos y
parecernos a ellos nos hará parecernos a Jesús que ha sido el último de todo,
pues ha venido a servirnos.
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