El camino hasta llegar a Dios
tiene que estar alimentado por la fe. Una fe que empieza donde termina tu razón
y empiezan tus dudas. Una fe que confía y se fía de la Palabra del Señor. Una
fe que se deja dirigir por la Santa
Iglesia, Madre y guía de sus fieles a los que acompaña en el camino hacia la
Casa del Padre.
Una fe que se apoya en la
Palabra y el testimonio de Jesús, el Hijo de Dios, que nos revela el Amor del
Padre y nos anuncia su Plan de Salvación, y que con su Muerte y Resurrección
nos certifica y garantiza también nuestra resurrección. Es verdad que querer
abarcar ese misterio con nuestro entendimiento nos resulta imposible.
Somos simples criaturas
creadas por el Amor de Dios y limitadas para entender su Infinita grandeza. Por
eso, como aquel centurión decimos: «Señor,
no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi
criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a
mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi
siervo: ‘Haz esto’, y lo hace».
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