Llega el momento que jurar tampoco da garantía de
decir la verdad, hasta el punto que se penaliza decir la mentira calificándolo
como perjuro. La desconfianza es tal que hemos llegado a desconfiar de todo.
Por eso, un cristiano debe garantizar su palabra con la verdad.
Y esa verdad se manifiesta en la medida que tu propia
vida también se vive en la verdad. Y cuando eso se hace sencillamente,
diariamente y en todos los acontecimientos de tu vida, grandes y pequeños, tu
palabra cobra fuerza de verdad hasta el punto de ser creída.
Y es ella, tu palabra, la que a la vez es testigo y
verdad, hasta el punto que no hace falta nada más, y menos juramentos. Sobre
todo, esa tentación de querer poner a Dios por testigo de tu palabra cuando
eres tú quien tienes que responder de ella y, por su nombre y en su presencia
decir siempre la verdad.
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