No se trata de
interrumpir nuestra evolución de madurez. Ni de dejar nuestras miradas
infantiles e inocentes. Se trata de saber que por encima de todo tenemos un
Padre Dios Bueno y Misericordioso que nos da su Amor y nos invita al Banquete
Eterno.
Quisiera ser tan
bien intencionado y justo para que todos mis actos en el día de hoy, y cada día
de mi vida, sean reflejos de tu Amor Misericordioso. De modo, Señor, que sea tu
Luz la que brille dentro de mi corazón para que la vean todos los que se
acerquen a mí.
Un Banquete de
gozo y alegría eterna junto al Padre. Tener eso presente en nuestro camino
terrenal significa poner todas nuestras esperanzas en el Señor, nuestro Padre.
Significa poner nuestra vida en sus Manos y caminar confiando en su Palabra y
protección. Tal y como hacíamos con nuestros padres terrenales. Ser como niños
es tener presente en cada instante de nuestra vida a nuestro Padre Dios y
caminar confiando en Él.
Una vida de
espalda a Dios tiene las consecuencias de lo que estamos viendo. Los valores se
deshacen como papel mojado y la verdad queda desdibujada por el subjetivismo
relativo. Nada es ya verdad y todo queda sujeto al individuo/a, que decidirá lo
que es bueno o malo para él o ella según sus intereses, satisfacciones y
deseos.
De modo que si
para ellos/as sus deseos concupiscentes es lo que le hace feliz, su verdad y
felicidad estará en eso, en satisfacerse sin ningún compromiso. Resultado, la
familia queda en el aire y dependiente de deseos, satisfacciones y caprichos.
Y todo esto lo
podemos extrapolar a muchos otros estados y situaciones. Es evidente, un mundo
de espalda a Dios va a la deriva.
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