Podemos también
nosotros preguntarnos: ¿Se cumple en mí lo que el Señor quiere de mí? ¿Acaso no
busca mi Padre Dios mi salvación y felicidad eterna? ¿Y no ha enviado a su Hijo,
el Predilecto, a anunciármelo con su Vida y Palabra? ¿Y yo, le escucho?
Gracias, Señor,
porque en la debilidad experimento que soy débil, encuentro razones y
necesidades para pedirte, suplicarte y rogarte tu ayuda, asistencia y auxilio.
Sin tu presencia, Señor, mi vida se desorienta, se hunde y se pierde. Sostenme,
Señor para que pueda superar las dificultades que me impiden llegar a Ti.
Esa es la
cuestión, creer o no creer. Esa es la alternativa que nuestro Padre Dios nos ha
dado. Nos ha creado libres para optar, como María, nuestra Madre, depositar
toda nuestra confianza en su Palabra y dejarnos llevar por el Espíritu Santo,
recibido en la hora de nuestro bautismo, o tomar el otro camino que nos propone
el mundo. Un camino de apariencia de felicidad que sabemos a ciencia cierta,
aun en el mejor de los casos, que tiene su fin.
Cuando te
encuentras contigo mismo, y es buena ocasión en el silencio de la noche, estás
en buena disposición de escuchar el susurro que sale de lo más profundo de tu
corazón y darte cuenta de que es Dios quien te habla. Solo tienes que poner
atención y dejar que tu conciencia descubra esa Verdad que palpita en lo más
profundo de tu corazón.
Nos es común lo
espiritual: la mesa sagrada, el cuerpo del Señor y su sangre preciosa, las
promesas del Reino, el baño de la regeneración, la purificación de los pecados,
la justicia, la redención, la santificación, todos esos bienes inefables «que
ni ojo vio, ni oído oyó, ni pudo sospechar el corazón del hombre»
(cfr. I Cor 2,9).
¿Cómo, pues, no calificar de absurdo que quienes tienen comunes cosas tan grandes… sean tan avaros en sus riquezas y no consientan en guardar esa misma igualdad, sino que sobrepasen en riqueza a las mismas fieras? (CJ – Cuadernos – 234 – Ricos y pobres en el Nuevo Testamento – José I. González Faus).
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