María, la Madre de
Dios, asistida e iluminada por el Espíritu Santo, nos enseña cual es el camino
para llegar a Dios Padre en ese canto hermoso y lleno de señales - El
Magníficat - que nos ponen en actitud de reconocernos criaturas de Dios.
Cada día es un
regalo y sé, Señor, que viene de tu Amor Misericordioso e incondicional. Y
quiero agradecértelo sin merecerlo. No entiendo ese amor tan grande que sientes
por mí y por qué me perdonas tantas ofensas y pecados que cometo. Pero, Señor,
quiero estar contigo y darte en cada instante de mi vida las gracias por ser mi
Padre.
Precisamente, para
eso, nuestro Padre Dios, envía a su Hijo, encarnado en el vientre de María. Para
anunciarnos con su Vida y sus obras el Camino, la Verdad y la vida. Un camino
que pasa por la humildad, la sencillez, la sobriedad, la mansedumbre, la
pequeñez y el sabernos y considerarnos hijos pequeños de un Dios Padre
infinitamente misericordioso.
Nada hay más vergonzoso, nada más cruel que los intereses que proceden de la usura. El usurero trafica con las desgracias ajenas y de la miseria de su prójimo hace él su negocio. Pide paga por su caridad, presta como si temiera aparecer despiadado y, con máscara de caridad, ahonda más el hoyo de la miseria. Cuando nos ayuda, agrava nuestra pobreza; si alargamos la mano, nos empuja; cuando parece acogernos en un puerto, nos arroja al naufragio estrellándonos en un escollo o en una roca (CJ – Cuadernos - 234 – Ricos y pobres en el Nuevo Testamento – José I. González Faus).
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