Hay momentos que
el mundo se nos viene abajo. Todo nos pesa y nos sentimos débiles e incapaces
de seguir adelante con las cargas de cada día. Queremos desligarnos de todo y
encerrarnos en nosotros mismos. Entonces, Señor, experimentamos que en Ti y
aceptando tu yugo podemos encontrar sentido a todo el peso de nuestra propia
carga.
Señor, tu amor me
duele, me incomoda, me descubre, me hace ver lo mal que empleo mi vida, mis
egoísmos, mi soberbia, mi avaricia, mis defectos, mis errores...etc. Y todo eso
me duele y me hace sufrir pero, poco a poco experimento gozo, sentirme mejor y
darme cuenta de que si me resisto a tu Amor y Misericordia mi vida se pierde.
Cuando levantamos
nuestra mirada y experimentamos la presencia del Señor en nuestro camino,
experimentamos fortaleza y deseos, aunque contra corriente, de seguir adelante.
Ponemos todo nuestro cansancio y agotamiento en sus manos y encontramos sentido
a nuestro camino, a pesar de la carga que nos somete y debilita. Con, por y en
Él experimentamos fortaleza para seguir la ruta de nuestro propio calvario y
llegar a la Cruz, para abrazados en Él expirar nuestra última hora en este
mundo.
El camino de
conversión cuesta sudor y sangre. Jesús lo recorrió primero con su vida, para
darnos ejemplo y demostrarnos el verdadero compromiso de sus palabras. Seguirle
significa eso, cargar con nuestra cruz y, confiando en Él seguir adelante.
Si se da, por ejemplo el caso de que el rico y el pobre sean ladrones y ambiciosos, el pobre tendrá alguna excusa (aunque ligera) en la necesidad de su pobreza: el rico no tendrá excusa alguna razonable ni justificada. O sea: cuando peor lo pasa el pobre en esta vida, lleva para la futura una capital de merecimientos, y el rico lo lleva de pecados (CJ – Cuadernos – 234 – Ricos y pobres en el Nuevo Testamento – José I. González Faus).
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