Juan lo anuncia y
llegado el momento se aparta de la escena para que tome su lugar el Mesías
esperado, que nos bautizará con el Espíritu Santo. Ese mismo Espíritu Santo que
bajo sobre Él cuando fue presentado por Juan a sus discípulos en el Jordán.
Tú, Señor, eres mi
gran y mejor regalo. Nunca te vas, siempre permaneces, nunca pasas y eres la
fuente de mi felicidad. Vivo y camino porque Tú me amas y perdonas mis pecados
y das verdadero sentido a mi vida. ¿A dónde iría sin Ti? Gracias, Señor, por este
hermoso día y haz que siempre yo te busque como lo hicieron esos magos.
Y es la hora de
nuestro bautismo cuando quedamos llenos de Espíritu Santo. El mismo, tal como
ya hemos dicho, que acompañó a Jesús al desierto y durante toda su vida
pública. Y el mismo que nos acompañará a nosotros para que también podamos
cumplir nuestra misión. Solo hay una pega, que somos libres y dependerá de
nosotros dejarnos y abrirnos a su acción. Fue lo que hizo Juan y todos los que
le han seguido. Porque, no fueron ellos sino la obra del Espíritu Santo
actuando en ellos.
La vida tiene su
recorrido y eso comporta también sus riesgos. De querer tomarlos solo estarías
avocado al fracaso porque el poder del mundo y sus seducciones te pueden. Solo
podrás recorrer tu camino con éxito acompañado con el Espíritu Santo.
No se daba entre ellos
esa palabra fría de «mío» y «tuyo». De ahí el gozo que reinaba en la mesa (CJ – Cuadernos –
234 – Ricos y pobres en el Nuevo Testamento – José I. González Faus).
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