Es cuestión de
tiempo. Primero se necesita sembrar la semilla y luego, con paciencia, tiempo y
cuidados, la semilla irá creciendo hasta llegar a dar frutos. Es evidente que
esos cuidados te corresponden a ti, también a mí, y a cada uno.
Sé, Señor, que te
importo. Y lo sé porque has entregado a tu hijo a una muerte de Cruz, aceptada
y voluntaria, para rescate de mis errores, de mis ofensas, de mis pecados. Me
aceptas como soy y me ofreces tu Misericordia Infinita olvidando mis pecados.
Es evidente que
Dios, nuestro Padre, ha sembrado la semilla del amor y la misericordia en
nuestros corazones. Ese «hálito» que Dios infunde
en el instante de nuestra concepción en el seno materno de nuestras madres, al
que llamamos «alma», nos asemeja con
nuestro Padre. Por algo se nos dice que hemos sido creados a su imagen y
semejanza. Y esa semilla – alma – crecerá en nuestros corazones y dará frutos
dependiendo de nuestro abono, cultivo, regadío y cuidados – Sacramentos – que
en el tiempo de nuestra vida le vamos dando. Es evidente que tanto de ti como
de mí dependerá nuestros frutos. Así lo ha querido nuestro Padre Dios.
Pero el Espíritu no es solo intraeclesial, sino que desborda los muros de la Iglesia y se derrama sobre toda la creación: suscita amor y bondad, siembra culturas y religiones, genera belleza, arte, sabiduría, carismas y santidad; promueve movimientos sociales y políticos en defensa de la justicia y de los derechos humanos en favor de los pobres y descartados, libera a la creación, todavía en dolores de parto (Rm 8,22-25). Y todo para ir engendrando una tierra nueva y unos cielos nuevos, un mundo transfigurado: el Reino de Dios (CJ. Cuadernos 235 – El Espíritu sopla desde abajo – Víctor Codina).
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