Esa es la
característica que nos distingue y une a los cristianos: la unidad fraterna. Y
si esa condición fraterna no se cumple no hay hermanamiento ni cumplimiento de
la Voluntad de Dios. No cumplir la Voluntad del Padre nos divide y separa.
Esa es la clave, Señor, hacer de mi corazón un corazón humilde como el
Tuyo. Y eso solo lo puedo lograr contando con tu Gracia, porque, solo Tú,
Señor, puedes transformar mi corazón en un corazón semejante al Tuyo. Amén.
Sabemos, y la experiencia nos lo confirma, la dificultad que supone amarnos como hermanos. Una hermandad
que supone amor y misericordia hasta el punto de compartir en igualdad lo que
realmente somos y tenemos. Diríamos que nos es imposible si no estamos
conectados y unidos al Espíritu Santo, que es Quien nos guía, nos capacita y
realmente nos une. En Él seremos capaces de llegar a unirnos fraternalmente.
Lo más importante de nuestra vida es saber que todo lo material y logros
que aquí consigamos no nos van a servir para nada. Todo se quedará aquí y nada
nos aprovechará. Simplemente, nos llevaremos todo el amor y la misericordia que
seamos capaces de dar y compartir. Es ahí donde está en verdadero tesoro y lo
que debemos de cuidar y dar.
El soplo del Espíritu hace de la persona humana una imagen de Dios (Gn 1,27); el Espíritu habló por los profetas, hizo posible la encarnación de Jesús en el seno de María de Nazaret; el Espíritu descendió sobre Jesús en el bautismo y guio toda su vida: le dio fuerza en la pasión y la cruz, le resucitó de entre los muertos, como primicia de nuestra futura resurrección (CJ – Cuadernos 235 – El Espíritu sopla desde abajo – Víctor Codina).
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