Posiblemente
nuestros oídos y ojos esté abiertos a la escucha de las cosas de este mundo.
Quizás, sin darnos cuenta los tenemos cerrados para la Palabra de Dios, para la
escucha atenta y para hablar con Él. De esa manera permanecemos sordos y mudos
ante su Palabra.
Hay momentos en
que la vida se hace muy dura y la sombra de la muerte barrunta muy cerca. Todo
se oscurece y nada tiene sentido. Es, Señor, cuando Tú nos devuelves la
esperanza y la alegría de saber que la muerte no es el final. Todo está en tus
manos, Señor.
Sin relación y, en
consecuencia, sin diálogo, nuestros oídos y ojos permanecerán cerrados a la
Palabra de Dios. Oiremos y veremos lo que nos presenta y dice el mundo. Sus
ofertas de poder, de riqueza, de placer y de todo aquello que apetece a
nuestros sentidos. Y, sin darnos cuenta, caeremos en manos de aquel que quiere
engañarnos y condenarnos al fuego eterno. Solo Dios puede hacer que nuestros
oídos despierten y nuestros ojos vean, pero necesitamos acercarnos a Él.
La verdadera religiosidad es la que ha llegado a comprender que los seres humanos no podemos dar ningún culto válido a Dios; solo se lo daremos mediante la conducta justa y solidaria entre nosotros. Nótese el paralelismo de estas frases con la del profeta Oseas (6,6) que Jesús retomará: «Quiero misericordia y no culto, conocimiento de Dios más que holocaustos» (CJ – Cuadernos – 227 – Sabiduría divina – Los pobres en los libros sapienciales de la Biblia – José I. González Faus).
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