La puerta se
estrecha y se hace difícil pasar por ella. Sin embargo, sabemos que es el único
y verdadero camino que nos lleva a la plenitud eterna. Esa felicidad que todos,
sin excepción buscamos, y no hay otra opción. El mundo, demonio y carne nos
presenta espejismos de felicidad aparente, pero que pronto descubrimos que es
una farsa que nos lleva a la perdición.
A cada momento de
mi vida me voy dando cuanta de mi pequeñez, de mi pobreza y de, sobre todo, mis
pecados. Sin Ti, Dios mío, experimento que nada puedo ni nada soy. Me pueden
mis tentaciones, las seducciones de este mundo y mis propias ambiciones. Me siento
incapaz de superarla si, Tú, mi Señor, no estás a mi lado y me sostienes. No me
dejes, Señor, y ten misericordia de mí.
Sí, necesitamos
odres nuevos para echar todo ese vino nuevo que nos purifica, que nos limpia y
nos transforma en nuevas personas capaces de negarse, de desposeerse de sí
mismo y darse a los demás. Y descubrimos que eso sólo lo podremos hacer
injertados en el Espíritu Santo. De ahí la gran importancia de nuestro
bautismo. Es en ese instante cuando el Espíritu Santo entra en nosotros para,
abiertos a su Gracia, convertirnos en odres nuevos y recibir el vino nuevo.
Pidamos esa transformación.
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