Queramos o no
estamos relacionados. A pesar de que tenemos nuestras propias familias
emparentados por vínculos de sangre, nuestra relación universal viene determinada
por la pertenencia a un mismo Padre. Somos criaturas creadas por Dios.
¡Ven Espíritu
Santo!, sana todas mis heridas y pecados: líbrame de la seducciones que me
atormentan y amenazan mi pureza y buenas intenciones; fortaléceme de mis
debilidades y dirige mi camino hacia el bien, aumenta mi fe y lléname de amor y
misericordia.
Y es ese vínculo,
digamos espiritual, que nos une estrechamente y nos hace hermanos en la fe en
un mismo Padre. Un Padre que nos ama con Infinita Misericordia y nos propone
que también nosotros nos amemos de la misma manera. Esa relación fraterna no se circunscribe a
una simple relación de sangre, sino que va más allá hasta el extremo de que
seamos hermanos y nos amemos los unos a los otros como Dios nos ama.
El verdadero amor
busca siempre el bien de los otros, no hace nada que perjudique a nadie y trata
de que reine la paz, la verdad y justicia entre todos. A veces es un camino de
cruz que exige dolor y sacrificio buscando siempre el bien. Porque su máxima es:
no hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti.
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